16 octubre 2006


Sigo sin poema alguno. Aún no me hago cargo de la distancia. Se estrecha un camino serpenteado (que a la vez multiplica su ornamento), pero la panorámica es amplia como vista con microscopio la palma de la mano. No hay suficiente problemática. La estetización completa de esta vida (mi vida) es mi mayor y única real preocupación. Hacia el interior sólo se ve la amalgama que formamos al principio, y que contiene tantas estrellas de neón como granos de arena llevamos a la casa en los zapatos aquella vez que nos tomamos un vino en la playa. El frío es una añoranza aquí donde el infierno está tan cerca, y no me refiero al infierno como castigo sino a la obligación de seguir saltando para no quemarse las plantas de los pies. No se puede permanecer inmóvil. El rechinar de esta cama es lo más hogareño que puedo tener (aunque no espero ni aspiro a un hogar en todo caso), porque lo demás no es hogar: es un desierto abierto en donde por fin danzan las marionetas cosmogónicas que quería concretar (y que reales serán en marzo con la quema de Las Fallas). Aquí presiento mi cromatismo preferido: el Rojo de la sangre de las bestias injustamente muertas en una danza metafórica, a cuyo espectáculo nauseabundo concurren estos españoles tal vez con el único fin de exculpar su poca sinceridad y tanta apariencia (tal vez me equivoque). Por otro lado, en otro rebalse de Rojo está La Tomatina, en un pueblo de aquí de Valencia que se llama Buñol. Es a fines de agosto y allí se lanzan toneladas de tomates. Es una guerra campal en donde se prepara una salsa con trozos de carne que son las personas, para un plato de tallarines descomunal que no existe, pues el único objetivo es participar y gozar de una fiesta catártica en la que todos son amigos pero enemigos. Está bien eso de la catarsis, festiva o no. Encuentro de pésimo gusto y muy desubicado el desperdicio de comida en un planeta tan pequeño y con millares de personas muriendo de hambre. Pero así son acá, ultramodernos y prehistóricos a la vez. Como presentía allá en Chile: la modernidad (y postmodernismo actual) consiste justamente en retroceder avanzando directamente a lo cavernario. Creo que es un buen síntoma en todo caso, pues reconociendo el hecho global de que la tecnología nos supera y finalmente gobernará todos los ámbitos, se le hace una guerra inconsciente consistente en darle al instinto (y la metáfora) su lugar reivindicativo.
Nos es propicio (a mí me gusta mucho la idea, puesto que mi idioma básico se dirige a las emociones) esto de transfigurar el lenguaje, darle una batalla constante a su estructurización, ya que, con el ritmo actual de las cosas, en un pestañeo de más ya estaremos bajo una máquina semántica carente de emoción y que definitivamente nos daría el caos emocional general al que ya muchos han sucumbido. Pues bien, la batalla es antigua: el fascismo dice "estetización de la política", el comunismo responde: "politización del arte". Yo creo que hay que disparar a destajo, el cadáver agujereado resultante, en su sangre nos dará el rojo manantial verdadero en el que se resolverán nuestras incongruencias. Y pues bien, yo disparo a destajo, me preocupo de mí y de mi entorno, si luego se me ocurre una bomba masiva lo dirá el tiempo. Como ya dije, la estetización de mi vida, a veces fascista a veces comunista, es mi único y real problema. La mixtura es tremenda, tenemos la suficiente información y la que no tenemos está al alcance de la mano, ahora el deber es transformarlo en lenguaje concreto, tan real como el preciado ataúd repleto de oro que navega feliz en el río eléctrico de la precordillera.