Soñó que caminábamos por la calle y que de la cabeza me salía un líquido amarillo y sangre. Ella me miraba la cabeza, me pregunto qué más pudo ocurrir en esa caminata. De esos colores en particular ya estoy informado, no sé nada del por qué los vio justamente ella en mi cabeza.
Ultramodernos ultramundanos. Ya el desinterés consiste en dejarme llevar por la lava, perpetuarme allá lejos en una estatua salada y esperar siglos enterrado para comunicarme con mi silencio, en complicidad con mi forma y creyendo a pie juntillas en el perdón de mis actos de guerrilla; en todo caso la culpa la tiene la Esencia Madre que me mandó repetirme el plato, tal vez creyó que no cumplí del todo mi tarea a principios del siglo XX. Esta vez tendré que propiciar una batalla a escala mucho mayor, donde los muertos se cuenten con ábacos gigantes y donde el mar pierda su celeste copiado para retomar su rojo original. Lo bueno es que el campo de batalla es un valle amplísimo y recoveco, mis metralletas vienen todas nuevas y recargadas, mi botiquín es inagotable, mi casco era una tortuga milenaria, mis bototos fueron cocidos por mis propias manos accidentadas. Y pues bien, no mucho más se necesita, poseo el don del pulso certero (delicado y poderoso) en una mano, la fuerza bruta y compasión en la otra. Yo ya fui un general loco en mi anterior guerrilla, ahora soy el soldado cocinero revolucionario que viene a desordenar el cuartel. Seguramente me harán corte marcial (para eso preparé cada botón de mi camisa como una granada y mi reloj es una bomba de humo para escapar en el caso necesario). Acataré el castigo (que me adjudica el lenguaje), sin embargo, como felino precolombino tengo mucho más que 9 vidas, una menos no me afecta. No se arriará jamás la bandera de esta carabela (como gritó el buen Arturo). Mientras mis oficiales pinceles y lápices sepan cumplir su deber, no importa que el soldado cocinero revolucionario se lance al abordaje del buque enemigo sin saber nadar y sin que exista el buque enemigo.